Un conjunto de pinturas en acrílicos sobre lienzos del cartaginés Felipe Keta expuestos en la Galería Nacional, Centro Nacional de Cultura, San José, Costa Rica.
Esta serie de Felipe Keta “Meditaciones sobre el vacío” son pinturas que, al ser apreciadas en paz y la armonía que requieren -largamente buscada y presentida, se vuelven un contrato entre el artista y el espectador, para que éste, quien recorre la muestra paso a paso vaya relatando a sus semejantes los incidentes o vicisitudes del ritual, en tanto hacer arte es un rito en el cual el alma le es raptada debido a tal naturaleza de deleites, texturas transparencias, u opacidades redibujadas al detalle y escala, en un lapso poético donde intrinca la experimentación.
Es precisamente en ese lapso en el cual él puede catar la gracia de aquel verdor, del corazón henchido por la poesía manifiesta en esos brotes y, en el enigma de la tierra, el agua, el aire, el sol y la raíz, que no le queda más que brotar y expandirse para colmar todo el entorno, que en el caso de este pintor, coinciden con las formas básicas de la geometría más elemental y simbólica.
El artista se sume en el espacio del taller, a sentir cada una de esas excitaciones que imprime al trazo, que lleva algo de su concentración, algo de lo que él capta en la gran pantalla de la imaginación, y que además le dicta su espíritu empedernido por buscar y expresar siempre, y cargar a la tela sus intuiciones y vibraciones, que en tanto son sustancias traspasan el tejido de la tela, adueñándose de la atmósfera del cuadro, del vacío, del todo, de sus palabras que al jugar también encienden la poética.
Me encanta ese talento del artista, ese poder de estirar el pigmento con el pincel y recortar las formas para que a nuestro ojo parezcan hojas, matorrales, ramajes, verdores, humedal, jardín de mil delicias, aunque sea solo hilos tramados, se convierten en arte multisensorial. Solo pienso que también importa el sentido de contención, pues al pasar de cuadro en cuadro a veces adivinamos el que sigue, y eso es molesto, debe saber esperar, a que la carga de emocionalidad rebose, pero no inunde, pues no se trata de decorar, sino de compartir las esencias del arte de nuestros tiempos.
De ahí que el artista se vuelva un geniecillo travieso el cual gesticula, danza, grita encendiendo aún más la acción, y el deleite, que permanece redimido en la trama de la tela, y el conjunto, camuflado quizás em los emigmas que apreciamos, que valoramos, que disfrutamos los espectadores y visitantes al museo.
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