45 Aniversario del Museo de Arte Costarricense (MAC) (segunda parte)
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La Familia Cosquillitas, 1967, Juan Luis Rodríguez. Foto cortesía del MAC.
Apreciar una muestra de la colección de un museo como el MAC, experiencia de atravesar un trayecto cuya memoria está en nosotros mismos, en tanto en algún momento de la vida lo registramos en la visita a éste u otro museo, pero lo seguimos buscando e insistiendo hasta sorprendernos de nuevo al avistar aquella obra que deseamos volver a disfrutar colgada en alguna pared; todo ello representa un encuadre del arte de un país, una metodología para la comprensión y reflexionar sobre sus significados, pero también, para la historia personal por cuanto descubrimos el valor de dicha categoría y carácter artística, técnica, estilo de expresión, creatividad y, como dije, uso singular de la materia.
Visitar esta muestra me llevó a detenerme en cada obra, pintura, grabado, fotografía, instalación, ensamble, escultura, y recibir aquella composta de conocimientos y expresividad que me nutrió en mis saberes. De inmediato empecé a formar grupos por abordajes o como dije, uso de materiales, y al llegar a mi espacio de trabajo en la intimidad conde repaso, revivo lo visto, y a cruzar vectores de sentido para construir este comentario.
El ensamble en maderas La Familia Cosquillitas, 1967, de Juan Luis Rodríguez Sibaja (1934), expuesto enTrayectorias 45 Aniversario del MAC, 2023, propuesta cocurada por Ericka Solano y Byron González, posee ese singular encanto que nos motiva a seguir buscando con el tiempo, a revolcar lo que sabemos y a cruzar la (in)formación. Al apreciarlo por primera, en mi caso personal, me capturó, no era una pintura más tal y como se solía exponer en aquellas años de la década de los sesenta y setenta cuando el arte mostró grandes transformaciones; la pieza de formato irregular trapezoidal de Juan Luis, era una tabla a la cual estaban pegados otros fragmentos de madera con un tratamiento similar a los grabados xilográficos, con expresiones y afinidad de una familia como cualquier otra, y que al pie del cuadro estaba grabada la inscripción del título. Sólo el fondo está pintado en azul cielo, y las figuras fueron tratadas con un barniz que las añeja y da la apariencia de añosas maderas.
Esa lectura, quizás breve, pero me revolcó la conciencia y asaltó mi capacidad de recordar y asimilar lo que me interesa. Juan Luis, por esos años, cuando creó esta pieza viajaba por Francia estableciéndose en París, y vivió paradójicas sacudidas a la cultura europea y aquel movimiento que se expandió a otros continentes como lo fue el nuestro. O sea, vivió precisamente en el espacio donde se dieron acontecimientos que lograron un verdadero reacomodo social, cultural y político propiciado por los estudiantes universitarios y que conocemos como el Mayo 68. En esa revolución él asimiló la tendencia matérica y el Arte Povera, aunque su sensibilidad ya había adoptado la presencia y persistencia de los materiales desde su infancia, pues ese fue el entorno donde creció: trabajar con materiales pobres, que se encontraban en los mismos lugares, como moler un ladrillo de barro o “terracotta”, o algunas piedras y ensamblar maderas destilladas, sin usar gota de pintura.
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Vista de Sala. Foto cortesía del MAC.
El mismo recuerda sus años infantiles y juveniles cuando su madre, para cocinar, lo mandaba a recoger leña a orillas del río Torres en la parte norte del entramado capitalino, cerca de donde vivían, precisamente en Cinco Esquinas de Tibás. Esa experiencia de recoger maderas que en algún momento fueron una casa, convertirlas en retazos o estillas y verlas fundir al fuego, le dieron un soporte estético para mediar con es noción material y hacerlas sus propias formas de expresar la creatividad, asimilando las ideas y contenidos que atravesaban el tracto mental de su aguda imaginación.
En una entrevista para la revista de arte contemporáneo L´Fatal, que le hice a inicios de los años diez de este siglo, sentados en el Café del Teatro Nacional, sumido en sus propias memorias Juan Luis me reveló:
“Intentaba buscar un material afín a mi lenguaje, eso nos hace ser un probador en el buen sentido del término. Yo trabajé, investigué con libertad, reproduciendo –por ejemplo-, la forma de las astillas de la madera, evocando la experiencia cuando iba a buscarla para que mi madre cocinara, observé cómo se consumían en el fuego. Las astillas lloran, me decía a mí mismo al constatar el cambio de estado y la acción de la materia al convertirse en energía calórica”.
Esa percepción suya de que “las astillas lloran”, me dicen acerca de su sensibilidad, y maneras de comprender su entorno, su universo, para conformar otro universo, el de la creación visual, y aunque sea abstracto o figurativo, develan un orden y un sentido del arte y la manera cómo resolverlo.
Un maestro que recuerda
Respecto a este artista casi noventón, he escrito varios textos y siempre tuve presente el significado de acercarse a una personalidad como este pintor, grabador, instalador, escultor, poeta, maestro, además de ser un agudo pensador crítico, alguien capaz de regenerar nuevos matices a la materia al asumir la creatividad que entraña, que le reviste y da energías para retomar cada mañana el hito de su creación. Se recuerda como suyo el mural sobre la puerta principal de la Biblioteca Nacional, creado en 1973, realizado en pasta de vidrio (conglomerado de mosaico veneciano), y los del vestíbulo y segundo “mezanine” del Instituto Nacional de Seguros (INS), 1977, realizados con diversas maderas, conglomerados, además de mosaico, pizarra, mármol guatemalteco. Él siempre nos habla de materiales, y con voz crítica de la sociedad, al igual que al mismo arte y a los artistas. Así que el apreciar su “Familia Cosquillitas”, nos resulte tan amigable, travieso y juguetón, como lo hace con la creación visual.
Le preocupa una sociedad movida por el mercantilismo, u otras nociones de poder; critica la flojedad y falta de compromiso con la verdad, que persiste en muchas personas con las cuales nos topamos a diario.
Fue ganador de la Bienal de París de 1969, con la pieza “Combate”, y alude que él practicó boxeo desde los 12 a los 15 años, y que la asunción a ese tema no le era extraño. Critica a quienes abordan este quisquilloso abordaje sin recibir nunca el golpe de un guante. Cuando se le presentó la oportunidad de ser invitado a participar en el grupo de artistas que representaba a Francia en su propia bienal, reflexionó sobre lo hecho en su vida intentando abordar un tema que resumiera sus propias experiencias y lo catapultara a innovar. Juan Luis Rodríguez ha sido siempre un innovador, por ello fue galardonado en 2020 con el Premio de Cultura Magón, el más importante galardón en la cultura nacional, y me siento realizado personalmente por haber contribuido a su designación actuando como jurado.
Las motivaciones para crear arte, para una propuesta en particular, como pudo ser participar en aquella Bienal de París, suelen parecerse también al representar a una sonriente familia como la “Cosquillitas”, en tanto son de esos años cercanos y de su estadía en Francia que tanto le marcó.
Descubrió que cada persona puede ser un glosario donde queda lo sucedido cotidianamente. Para Combate 1969, pensó en los espacios -o instalaciones como se les llama en la actualidad-, para forjar una presencia o síntesis de su vida, y eso lo convirtió en hielo, porque como el hielo la vida se desgasta o se derrite. Además, recordaba vender granizados acompañando a su padre en una esquina de la capital en sus tiempos mozos. Esa fue la razón de buscar aplicarlo al hacer aquella silla que representó un trono. El símbolo del poder hegemónico. Además, construyó un cuadrilátero de boxeo, con una tela negra intentando innovar el espacio para la silla, y utilizó alambres de púa. Luego tiñó el agua para hacer el hielo, que, al derretirse, fluyera roja y negra que parecía un charco de sangre en frente del ring de combate. La vida es un cuadrilátero o ring donde cada día se gana o se pierde.
Agrega que entrevistó a unos boxeadores que en esos tiempos vivían en la miseria, a pesar de haber peleado en el Palacio de los Deportes, y entre ellos, uno fue campeón peso Walter. Lo grabó e incorporó como sonido de fondo a la instalación, mezclándolo con la presencia política que recordaba a los nazis marchando por las calles de París -como había sucedido años atrás. Aquella evocación de la ocupación alemana estaba viva en la memoria de los franceses; e incorporó también el canto: “de pie camaradas”, que agregó el efecto del golpeteo de los tacones y tambores de los militares invasores acosando para llevarse a los judíos a los campos de exterminio.
En tensión espacial e interpretativa con las otras zonas expuestas, para la Muestra de los Años Setentas en los Museos del Banco Central, curada por María José Monge, se ubicó su traviesa creatividad de maestro: Juan Luis Rodríguez, con el ensamble titulado “La Ventana”, 1972, con su inconfundible estilo personal, tanto que al ver una sola pieza, se recuerdan todas.
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Vista de sala con la obra de Zulay Soto y de Rolando Garita. Foto cortesía del MAC.
Sensibilidades por la materia
Su singular manera de tratamiento de los materiales, como las maderas, tratadas al fuego, tintes o barnices para añejarlos, el uso de la materia tierra y piedras, es apreciado en otras propuestas de esta muestra del Museo de Arte Costarricense en sus 45 Años de Fundación.
Ahí está Rolando Garita, uno de los “Perros Flacos”, así les llamaba él a los estudiantes que se reunían en el taller de grabado en la Escuela de Artes Plásticas de la Universidad de Costa Rica (Rodríguez del Paso, Emilia Villegas, Héctor Burke, Klaus Steinmetz, Carlos Aguilar, Amán Rosales, entre otros) y ahí donde ejerció la docencia e investigación, pero sede de acalorados debates sobre la teoría y práctica del arte contemporáneo.
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Rolando Garita, Ensamble con maderas. Foto cortesía del MAC.
Garita, otro de sus dicípulos, expone un ensamble con maderas que vibran en la composición de módulos pegados al formato base de fuerte intensidad tectónica y sentido de la memoria material. Héctor Burke, aunque en esta muestra se exhibe un dibujo o pintura sobre papel, ha estado siempre cercano a estos tratamientos matéricos del maestro y constituye uno de sus más importantes seguidores.
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Marisel Jiménez, La quinta estación, 1998. Foto cortesía del MAC.
La escultora Marisel Jiménez, aunque no fuera su discípula, trata a los materiales con ese temple del tiempo y valor del material; expone La quinta estación, 1998, una instalación escultórica con un banco, una puerta, la jaula y pajarillos tallados en madera con suma poesía, fuerza que ejerce no sólo el uso del material, la madera, sino el efecto de nostalgia y penumbra de la memoria.
También lo hizo Adolfo Siliézar con sus maderas quemadas y nos recordaban la persistencia del monstruo del poder. Lo retomó también Fabio Herrera cuando de regreso de su extendida estadía en España, expuso varias puertas algo destartaladas, pero con gran carga de memoria y valorización de la materia. Quizás, además, Zulay Soto, con Nostalgia vestigios, 1990, una madera con objetos metálicos compuestos en collage, son una provocación a la memoria de aquellos tiempos que se fueron, pero retornan en recuerdos cuando se vuelven a exponer, cuando los despierta la decisión de los curadores de llevarlos a la sala expositiva en, y como diría el martinico Edoard Glissant: Poética de la relación.
Diría que al apreciar una muestra nos disponemos a encontrar flujos de expresión, maneras y técnicas de hacer arte y utilizar los materiales, esto ya es un importante estímulo para recordar, para relacionar, para porner el hilo justamente en el agujero de la aguja de la conciencia, de lo que nos dice o no cada obra, pero que asumimos, aquellos puntos que trastocan nuestra sensibilidad y sobre todo memoria.
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